Tulio Triviño y la mujer gallina (Las últimas Noticias)

Agua perra

Tulio Triviño y la mujer gallina

Leonardo Sanhueza

Al escuchar la canción “Me cortaron mal el pelo”, en la que Chascoberto, uno de los monos del programa infantil “31 minutos”, sufre los tijeretazos infames de una madre demasiado ahorrativa, recordé que a los seis años debí padecer una tortura similar pero al revés: aunque me encontraba muy bien con mi pelo atendido por las manos indulgentes de mi madre y el aroma entrañable del agua de linaza, mi abuelo estimó que luciría mucho mejor si de ahí en adelante me llevaba a su peluquería, es decir, a la peluquería de los carabineros en retiro, donde me aplicaron un severo corte de conscripto que me tuvo varios años con el frío escarchándome el cráneo y las orejas de paila.

Tengo la impresión, sólo la impresión, de que uno conserva de su niñez puras calamidades: rodillas rotas, amores no correspondidos, mordeduras de perros, golpizas cobardes, mamelucos horribles, inviernos irredimiblemente solitarios; en fin, pequeñas y grandes tragedias que, sin embargo, los años han reciclado en cuentos felices para los amigos de hoy. Así, por ejemplo, no es raro que mi generación, que es la primera generación netamente televisiva, recuerde entre risas la banda sonora de su niñez: Remi, Heidi, Marco y otros niños huérfanos, Cool McCool (“no tengo suerte, soy fatal, pues a mí todo me sale mal”), Enrique Maluenda y su marraqueta con huevo frito y salsital, el mago Oli y su número de escapismo frustrado, el profesor Banderas y sus pacotillas gramaticales; en suma, todo ese deprimente staff que, en lugar de arrancarnos lagrimones de resentimiento, nos produce falso orgullo y más falsa ufanía.

Tal vez por eso la aparición de “31 minutos” ha resultado un hecho tan gratificante: los niños de hoy, nuestros propios hijos, son tratados al fin como personas normales y no como idiotas en progresión. Lo mismo sucede con las canciones del ranking de Policarpo Avendaño: a todo Mazapán y música electrónica, les propinan un merecido, alegre y sensato puntapié a Marcelo y a su estridente comitiva de moscas, epidemias, chanchomanes y tiburones comeniños.

Cabe preguntarse, sin embargo, por qué este programa tiene tanto éxito no digo ya entre niños o adolescentes, sino entre gente de mi edad o mayor incluso, es decir, entre los mismos guailones ociosos que, después de gozar toda la semana con las tetas de Marlen Olivari, levantan monumentos a la fina ironía de Tulio Triviño o a los desacatos progresistas de Juan Carlos Bodoque. Cada quien, supongo, puede responderse a sí mismo.

Por mi parte, me gustaría creer que los creadores de “31 minutos” se iluminaron de genialidad para regalarnos -a grandes y chicos- un milagroso predio donde la inocencia, la verdadera inocencia, es un bien permanente y sólido, sin las magulladuras que el desencanto -más que el tiempo- lentamente nos ha infligido a muchos de nosotros. Pero, en los hechos, las cosas son bastante más complejas que este regalo inocente. Pienso, por ejemplo, en Tulio Triviño y en su tía, doña Putrefacta Triviño, que fue la primera mujer gallina del país, y me pregunto si no es ella, esa mujer que pasó su infancia y su adolescencia en un gallinero, el mejor retrato de una generación medio tullida que -con sus treinta años a cuestas- aprende en sus hijos qué significa una alegría desbocada.