La parada de los monstruos (civilcinema.cl)

Dos cintas nacionales

La parada de los monstruos

30 de abril de 2008

Daniel Villalobos

“¡Tú, sucio, flacuchento fenómeno!”

(Olga Blacanova en Freaks de Tod Browning)

Maco (Marco Zaror) es un guardia del Passapoga, el club nocturno de las Torres de Tajamar. Todo su tiempo libre lo gasta entrenándose para combate, no tanto por su trabajo sino para espantar un viejo fantasma: el asalto a la casa familiar, donde murieron sus padres y donde fue violado Tito, su hermano menor (Ariel Mateluna), quien ahora vegeta en un psiquiátrico.

Una noche cualquiera, por simple casualidad, Maco se tropieza con un robo en progreso y reacciona golpeando a los ladrones y liberando a los rehenes de la casa. Uno de ellos es la periodista Carol Valdivieso (María Elena Swett), quien le devuelve el favor despachando una nota “testimonial” para su noticiario.

La heroica aparición de Maco en televisión –oculto tras un pasamontañas- activa la voluntad de Tito, quien sale de su sopor para sorpresa de los doctores. Intuyendo la relación entre el trauma mutuo y la golpiza televisada, Maco decide iniciar una clandestina carrera de justiciero, que le llevará a volverse una especie de ícono popular y a enfrentar a enemigos cada vez más peligrosos.

El protagonista y el director de Kiltro vuelven a las pistas con Mirageman, otra cinta de género. Mirageman es menos efectiva que su anterior trabajo, pero al mismo tiempo tiene más paño que cortar, más rabia y más lecturas. Si Kiltro era un amoroso y despeinado homenaje al cine de patadas filtrado por la moral Patronato-gatitos-de-porcelana, Mirageman es el primo mutante de Spider-Man. Es una cinta de justicieros enmascarados que tiene todos los clichés asociados, pero carece del tono épico de la típica cinta de superhéroes. Todo está a medio hacer en Mirageman, todo es casero, improvisado, semiderruido: no sólo el traje e implementos del héroe, sino también la ciudad que recorre y la humanidad que la habita. Pocas veces Santiago ha lucido más feo y al mismo tiempo más parecido a la urbe real que uno puede recorrer día a día. La eterna queja de algunos espectadores –que los cineastas nacionales odian la capital y siempre intentan fugarse de ella o maquillarla- es rebatida aquí, porque los entornos cochambrosos o deshumanizados donde pelea Maco sólo reflejan el peladero moral en que se mueve.

Mirageman bien puede ser una de las películas chilenas más rabiosas de los últimos veinte años. Es una rabia colorinche y amorfa, si se quiere, pero mucho más interesante en pantalla que la supuesta crítica o irreverencia de otros tantos estrenos locales. En esencia, el héroe pelea por ayudar a gente que no lo merece. Su abnegación es inentendible y roza la estupidez, incluso si se toma en cuenta que su objetivo de fondo no es redentor sino terapéutico: sacar del marasmo a su hermano ganando más y más presencia en los medios. La paradoja, claro, es que Maco aparece tan disociado y enfermo como el chico autista. Es sólo que ha sido capaz de encontrar un estilo de vida y un oficio donde su desconexión no es un defecto, sino un mérito, un punto que queda claro en una cruel escena donde un cliente le humilla afuera del club nocturno sin conseguir una reacción.

El trauma inventa a Mirageman: Maco se ha estado entrenando toda su vida para vestir máscara y patear criminales, sólo que no lo había entendido hasta que ve a su hermano recuperar interés en el mundo gracias a sus hazañas. Por eso es un justiciero de barrio, un guerrero de a pie. Su impacto global en la sociedad es nulo, algo que podría deducirse de sus bajos recursos, pero que es un factor curiosamente asociable a todos los superhéroes de cómic y del cine. Como escribió alguna vez Umberto Eco a propósito de Superman, las hazañas de estos semidioses capaces de mover la Tierra de su eje suelen tener gravitancia cívica, jamás política.

Por eso bajo la imagen de este gurka enmascarado que tumba delincuentes sin papeleos ni tribunales late el fascismo en su expresión más pura. Porque Mirageman hace justicia (¿justicia?) con sus puños, porque patea primero y pregunta después, porque su cruzada es exactamente el sueño dorado de aquellas señoras que décadas atrás chillaban en televisión pidiéndole mano dura a Pinochet, o de aquellos ciudadanos indignados que luego de ser robados exigen las penas del infierno para todos los criminales.

Además, porque –como en muchos universos de cómic- en Mirageman el poder policial es incompetente y apenas se asoma. El héroe ofrece su ayuda por internet (otra tierra yerma donde nadie tiene rostro y donde los freaks corren libres) y nada menos que un detective de Investigaciones (Mauricio Pesutic) le contacta por ese medio para desarticular una red de pedofilia. El comisionado Gordon al menos mantenía la ilusión de tener a Batman nada más que como un recurso de emergencia, pero aquí el mensaje es claro: el músculo sin cerebro de Mirageman es la carne de cañón que se necesita cuando la policía se queda corta.

Y lo es porque este héroe tiene también las características que nuestra cultura nacional asocia con los verdaderos líderes y hombres de acción: vive como un monje, está en absoluto control de sus instintos y se mantiene a distancia del sexo, que en la película es fuente de trauma (la violación del hermano) o va de la mano con el engaño (en su relación con la periodista). El héroe debe ser casto y puro y distanciarse de la sociedad que protege, la misma razón por la que resulta tan divertida su alianza con Pseudo Robin (Iván Jara) un fascinante personaje marginal que concentra lo peor del mundo que Mirageman quiere ayudar.

La historia de Kiltro sucedía, desde luego, en el mundo de la fantasía, pero las propias reglas del género del cine de patadas evitaban que se desbarrancara hacia el delirio. Mirageman es tan limítrofe en ese sentido que luego de la ágil media hora inicial –donde conocemos al personaje, su conflicto y su manera de enfrentarlo- más que avanzar la historia lo que hace es involucrarnos en una espiral de eventos que podrían seguir eternamente: Mirageman enfrenta peligros cada vez mayores, resulta traicionado, es herido, etc.

Sólo el delirio explica errores lógicos tan gruesos como el personaje de Pesutic, quien aparece y reaparece como una suerte de fantasma, alguien que sale de la nada dispuesto a tenderle una mano al héroe. Sólo el delirio explica un cambio de tono tan radical como el de la última sección de la cinta, cuando Mirageman deja a un lado la simple persecución de carteristas y pandilleros para embarcarse en una cruzada homicida contra una red de tráfico de niños que parece existir en un universo paralelo al de todo el resto de la película.

Aunque las secuencias oscuras y sanguinarias que cierran la historia estaban anunciadas en los créditos de inicio (qué gran idea que los dibujos de Tito sean bellamente elaborados, mientras que los de Maco apenas luzcan reconocibles), ese viraje en el tono daña al conjunto aún más que los problemas de guión o algunos diálogos al borde de la cursilería.

Mirageman es una película intensa, cruel e irregular. 31 Minutos es todo lo contrario. Una producción pulida, correcta, hecha con cuidado, que luce bien en pantalla y que cumple la mayoría de las expectativas que uno podría hacerse teniendo como referente el dinero invertido. El punto de contacto entre ambos productos es que Mirageman es una historia sobre personas que se comportan como monstruos o criaturas de otra dimensión, mientras que 31 Minutos es sobre un grupo de muñecos que se comportan como personas.

La historia de 31 Minutos también implica una operación de rescate: luego que Juanín Juan Harry, el sacrificado productor del noticiario, es secuestrado por una villana que colecciona animales exóticos, el resto de la banda (incluyendo a Tulio Triviño, Patana, Bodoque y Policarpo) va tras sus pasos al más puro estilo Muppets en el Espacio.

Algo raro sucede con el universo de 31 Minutos trasladado a la pantalla grande. Buena parte del encanto de la serie original nacía de su astuto uso de un viejo terror infantil: que todos los objetos (no importa cuán insignificantes sean) tienen vida y personalidad propias y que pueden ser tanto un juguete como una amenaza. Pero la gracia de ese concepto en la serie era que sucedía en un entorno tan derruido y corriente como el de Mirageman. Los muñecos se movían por lugares sin mayor brillo ni glamour, achatados por la luz plana de la televisión o las calles grises de las comunas de Santiago. En el filme, en cambio, todo luce impecablemente fotografiado, tanto que la elegancia de la luz choca con lo precario de los muñecos. Lucen como lo que son (material de desecho, calcetines, cartón, plástico), un efecto que causa un singular distanciamiento en la escena en que vemos a Juanín dentro de su diminuta casa de soltero, fabricando a su vez una tarjeta de cumpleaños seudo-animada para Tulio.

Los personajes de 31 Minutos se comportan como seres humanos, pero lo hacen en su peor faceta: son egoístas, groseros e ignorantes, como de hecho lo son la mayoría de los niños que uno conoce. Incluso un tema tan caro al cine chileno como el abismo entre una clase social y otra es aludido en el contraste entre la mansión de Tulio, el departamentito de Juanín y el basurero donde duerme Bodoque. Es aludido e incluso caricaturizado, pero no comentado.

Y eso porque el país de 31 Minutos, aunque sea de fantasía, es el Chile de hoy, mientras que el de Mirageman es el de hace algunos años atrás, el de las micros amarillas y la red de Spiniak. Por eso tiene sentido que en verdad esta sea una fábula sobre el egoísmo, no la amistad. Estos muñecos no se quieren ni se interesan unos por otros y cuando van al rescate de Juanín es claro que lo hacen porque el pobre bicho es el único capaz de sacar adelante el noticiario.

De hecho, si Tulio no tuviera alrededor a esa banda de oligofrénicos, es probable que su enorme ego crecería hasta alcanzar los niveles ridículos que tiene la personalidad de la villana Cachirula. Pero además –y donde radica el problema del guión- lo que pasa con 31 Minutos es que la anécdota es demasiado simple y bastante repetida. En contraste con los desopilantes conflictos que aparecían en la serie, la trama del grupo de amigos yendo al rescate es vieja como el cine y nada hay aquí que le inyecte energía o interés al cliché.

Fuera de su elemento natural (el noticiario) lo cierto es que los personajes no tienen gran interés: son criaturas definidas por un solo rasgo, ya sea la abnegación (Juanín), el el egocentrismo (Tulio) o la codicia (Tío Pelado). Al igual que en Los Simpsons, otro filme reciente basado en una serie, en 31 Minutos no hay al final cambio ni evolución en el grupo. Más atractivos son los resquicios, los guiños oscuros o adultos que aparecen aquí y allá y que recuerdan el sibilino humor negro de la serie, ya sea en el bizarro grupo de baile que salva el día o en el espléndido chiste visual post-créditos finales, donde un muñeco literalmente sale del closet.

Mirageman y 31 Minutos son dos de los estrenos nacionales más interesantes de los últimos años, pero por razones distintas. La cinta de Peirano y Díaz lo es por el memorable esfuerzo artístico para producir una cinta a la altura del legado de la serie original. Mirageman, por el desparpajo con que cruza géneros y recursos para contar la historia de un justiciero sin cerebro ni agenda. Ambas son un paso adelante para sus realizadores y ambas hablan –desde sus errores y aciertos- de un país que sigue presumiendo de su mesura y disciplina, pero que al final sólo puede reconocerse en el exceso y el esperpento.