Títeres con ética y estética (The Clinic)

Crítica

Títeres con ética y estética

Por René Naranjo S.

El estreno de este primer largometraje salido de la exitosa serie animada de TVN es todo un acontecimiento artístico. Primero, porque es una de esas películas bien realizadas, que pueden disfrutar niños y adultos, con la que hace tanto tiempo sueña la creciente industria cinematográfica chilena. Luego, porque supone la consagración en pantalla grande de un universo originalísimo, acaso el único realmente propio que ha creado el cine nacional en mucho tiempo.

Todo ocurre en algo así como una hora y cuarto. Y todo comienza, cómo no, en ese estudio de televisión donde se realiza el noticiero "31 minutos", que conduce el vanidoso Tulio Triviño y en el que juegan roles indispensables el periodista-conejo rojo Juan Carlos Bodoque y el albino productor Juanín Juan Harry. Los tres son los protagonistas de esta historia de larga duración, concebida como una gran aventura, que transporta a los personajes hacia el oceano y, más tarde, hacia una isla perdida con reminiscencias de aquella otra, salvaje y peligrosa, que habitaba King Kong.

Guiados literalmente por las manos de sus creadores, y ahora realizadores del largometraje, Pedro Peirano y Álvaro Díaz, Tulio y su pandilla dejan atrás la comodidad protectora de la televisión para entrar en la vorágine del cine. Es una sucesión de situaciones en que estos personajes juguetones y aguerridos van a vivir más de una zozobra, a encontrar algunas criaturas inesperadas (como la genial ballena que recuerda a "Pinocchio") y a descubrir aspectos de sí mismos y de sus amigos que no conocían.

Es una suerte de viaje iniciático que Peirano y Díaz se toman con mucho humor —como en las alusiones a la ambigua amistad que une desde niños a Triviño con Bodoque— pero que, al mismo tiempo, realizan con absoluta eficiencia narrativa. Porque ahí va el mayor mérito de "31 minutos, la película": estamos aquí ante una producción bien lograda y un espectáculo entretenido en el mejor sentido del término.

En su origen, la idea de entretención alude a dos conceptos: mantener la atención del espectador y apartar a éste de su realidad para llevarlo a otra, diferente, ensoñadora, catárcica. Y en tal aspecto, esta película funciona al cien por cien. En "31 minutos", uno es invitado a instalarse en un planeta ilusorio, habitado por títeres en vez de seres humanos, una realidad paralela carente en principio de toda verosimilitud, en la que todo es artificio. Y, sin embargo, resulta admirable cómo los realizadores elaboran este cosmos hecho de papeles, recortes de tela, botones y otros cachivaches y le otorgan vida en la pantalla.

Entendiendo que el cine consiste justamente en eso, en saber crear un universo propio y único por medio de la cámara, la puesta en escena y el montaje, e invitar al espectador a habitarlo como su fuera de verdad, Peirano, Díaz y todo su equipo de talentosos colaboradores logran también —cosa nada menor— que este mundo de fantasía sea un ejemplo de tolerancia y amistad. Entre los personajes de "31 minutos" hay de todo, desde seres sin ojos a extraños y diminutos bichos, y nunca se siente que haya alguno de ellos excluido por algo que no sea su egoísmo. Ese es el único gran pecado que existe en este reino de la aceptación y la buena vibra: quien no está en disposición de ayudar y querer a los demás, aquí no cuenta.

Esa idea, que ya estaba en la serie, cristaliza de manera plena en este largometraje, y constituye un mensaje directo y lleno de sentido hacia una sociedad como la chilena, siempre tan bien dispuesta al prejuicio y la descalificación a priori. En "31 minutos" se acepta a los rayados y a los de piel manchada, a los blancos y a los rojos, a los tuertos y a los que tienen cinco ojos, y es a partir de esa camaradería sin juicios que se construye la deliciosa sensación de felicidad con que uno queda cuando termna la película, y se levanta el edificio fílmico más sólido que hemos visto en el cine chileno de los últimos años.